lunes, 16 de enero de 2012

Bastarda

I.

Siete de la mañana. Mau me despierta entre besos y palabras tiernas. Lo abrazo fuerte y (lo reconozco) remoloneo, tratando de estirar ese momento lo más que pueda; es uno de los pocos ratos que tenemos juntos. Prendo un cigarrillo y abro la ducha. Lo siguiente va a ser bañarme lo más rápido posible, ponerme la pollera entallada, la camisa, los tacos, el make-up y salir. Todo es make-up, pienso, mientras me pongo las cuatro curitas preventivas en el pie derecho, para evitar que los zapatitos me llenen de ampollas, y me fumo el segundo cigarrillo de la mañana. Todos los días empiezan mas o menos así, con la perspectiva de mezclarme entre la gente del colectivo, para llegar a mi trabajo. Mi trabajo es un embole. No es sólo que deteste los tiempos muertos, si no que tengo que compartir tiempo y espacio con dos personas que son del todo diferentes a mi, las hermanitas perdidas de mi alter ya muerto; Agustina (el cambio de administración se extiende mucho más allá del blog).   
Las siguientes nueve horas se tratan de pensar que cada vez falta menos para salir. Siento que mi piel está cubriéndome, pero enojada, que estoy siendo una extranjera dentro de mi propia piel. Eventualmente se hacen las seis de la tarde y salgo eyectada de las conversaciones de ropa, bebés, buenos partidos, pelos sin frizz y demás pelotudeces de las que se hablan en este templo de la hipocresía… salgo eyectada del make-up.

II.

Domingo. Mau y yo vamos a lo de mi abuela. Todavía duele lo de mi amiga, pero estoy segura de que entre Sofía y Mau pactaron algo, aunque ninguno de los dos lo admita. Otro día explico bien la raíz de la relación entre ella y Mau, conmigo no habla. Viene cuando quiere, y no consigo recordar lo que habla con él. Al parecer, es mi subconsciente; a esta altura pasaron demasiadas cosas para ser escéptica en este punto.
Para sacar tema de conversación, mi abuela me cuenta que en la casa de mi viejo “avanzaron un montón con la obra”. La obra era levantar la medianera y techar el patio, así como sacar la humedad de la que fue mi pieza por dos años, y ahora es de L, mi hermano. Durante todo el tiempo que esa pieza fue mia le pedí a mi viejo que saque la humedad. Jamás lo hizo. Estamos a dos meses de haberme ido a vivir con Mau, y en una semana hizo todo lo que hace años le vengo pidiendo que haga (ver Anagrama). Y él, con su postura de papá comprensivo, diciéndome que él se encargaría, que yo no me haga problema. Y nunca.  
Y es caer en la cuenta de cómo fui ignorada durante tanto tiempo, cómo a mi viejo le importó un carajo mi bienestar, cómo ahora que me fui están convirtiendo la casa en un lugar copado para vivir. Saber que nunca encaje en esa (mi) familia, que siempre me sentí diferente a ellos, casi adoptada. Resignificar cada puto segundo de mi vida en esa casa, y sentir que siempre fui visitante, que todos siempre me mintieron.
Que anduve siempre a cara lavada mientras todos los demás usaban cantidades escalofriantes de make-up.

III.

Sola. De a poco, todos me fueron dejando sola. La mayoría por no tener que ocultar nada mío delante de Mau, otros por no estar de acuerdo con que tengamos una pareja abierta. Y detrás de esos alejamientos, un solo sentido, un solo motivo que hace que tanto él como yo por separado como nuestra pareja seamos apartados del mundo, puestos en cuarentena: todos le tienen pánico a la verdad; no están acostumbrados a manejarse con sus parejas francamente, sin make-up, sino con una serie de juegos de hipocresías, un eterno tira y afloja, una negociación fútil de caprichos. Por eso somos parias, y por eso mismo nadie celebra que estemos juntos.
Nadie entiende cómo dos bastardos pueden amarse desde el fondo mismo sin destrozarse, sin arruinarse mutuamente la vida. Hoy soy feliz con Mau, con nuestra marginalidad y con nuestra locura.
Me siento más bastarda que nunca.
Y también más feliz.

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