jueves, 22 de marzo de 2012

Bestias

Y jugaba tranquilo. Jugaba a irse. Con cierta cautela al principio, que sin embargo se convirtió en cuidado, casi paranoia; estaba seguro de que alguien lo miraba. Dando vueltas, como si eso fuese parte del juego, fue recorriendo cada ricón con la mirada. Estaba solo. No faltaba mucho para el anochecer, y la brisa se estaba tornando demasiado fresca. Su piel se erizó al escuchar una ramita quebrándose. Después, la quietud y el silencio lo tranquilizaron, pero de todas formas decidió volver a casa, aunque casa estuviera a mil kilómetros. Había esperado toda la tarde.
Caminó dos metros antes de escucharla correr detrás. Reconoció apenas los pasos, justo a tiempo para esquivar el golpe, y ambos rodaron sobre la hierba fresca. Ella se incorporó rápidamente, con el cuchillo incrustado entre su tercer y cuarta costilla. La sangre comenzaba a brotar, con una calma tibia. Él la interrogó con la mirada.
-No podía dejarte ir.
-Tarde, rubia. Vos me echaste, todos me odian y me culpan de un crimen que no cometí.- suspiró, contemplando la mancha púrpura que se iba agrandando cada vez más rápido- Dos crímenes.
Ella abrió los ojos como nunca, y se acercó a él, intentando abrazarlo, retenerlo hasta el fin de su vida. Él no iba a darle ese último deseo, no se lo merecía. Además, la noche se estaba cerrando y pronto todos iban a notar la ausencia de la chica linda; no podía demorar ni un minuto más. Volvió a acomodar la mochila en su espalda, y cortó una margarita.
-No te vayas, mi amor.- Le pidió, pero se estaba mareando, y casi sin darse cuenta fue tendiéndose en la hierba.
-Rubia... ¿por qué?
-Por que sos mío, porque ella nunca iba a permitir que te quedes conmigo, Lobito, nunca. Tuve que hacerlo.
Él corrió un mechón de pelo de la nariz de ella, y la besó húmeda, largamente. La miró a los ojos.
-Te hubiera llevado, ¿sabés? pero sos una pendeja. Mentiste a todos, dijiste que yo la había matado. Ahora me doy cuenta que fui un capricho para vos. Me voy, nena. Ya es tarde. Ya llegaste tarde a todo.
-Amor... - lo vió escaparse entre los árboles, deslizándose con el último destello del sol. Un frío enorme le invadía de a poco el cuerpo. Se aferró con todas sus fuerzas a la margarita que él le había dejado entre las manos.
Amanecía cuando los primeros perros encontraron el cuerpo, recostado en el bosque. Su piel estaba mucho más blanca, y parecía un ser de otras tierras, una ninfa, o una diosa, tan pálida, tan frágil la carita rodeada por la caperuza roja. 

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