jueves, 11 de agosto de 2011

Coche viejo


Los últimos días vinieron de charlita. Charlita un poco interna, y bastante externa, con Mau. Decidí que ya era tiempo de volver a terapia, y para eso le pedí al psicólogo de él que me recomiende algún terapeuta. Como resultado, tengo sesión mañana; para ver qué onda, básicamente. Espero que salga. Hoy volví a casa, después de una semana de estar en lo del ogrito, en eso de sostenerlo en los días difíciles. Volví a ver a mi viejo, después de una charla cuanto menos movilizante (para mí, a esta altura dudo de que algo lo pueda movilizar) la semana pasada. Marina tenía que ir al médico, así que allá fuimos, a que le revisen los análisis y le digan que se tiene que tomar un antibiótico diferente al que venía tomando, después de dos cajas.
Mi viejo se compró un auto, un modelito sport, como para disimular que tiene familia. El anterior era un auto grande, que si bien era viejo se la re bancaba. Hemos viajado doce en ese auto. Todavía no lo vendió, así que está en el mismo garaje que el chiche nuevo. Cuando volvimos, y fuimos a guardar el auto, supe que ese sería un momento trascendental en mi vida, vaya a saber por qué. Tal vez mi predisposición a buscar motivos detrás de mis acciones, la exploración del subconsciente a la que nos estamos dedicando Mau y yo, o mi incipiente necesidad de respuestas a la gran pregunta ¿Por qué soy como soy? ¿Por qué tengo estas necesidades? “Estos ojos, ¿de quién son? ¿De quién son mis deseos de hoy? Y este insomnio, ¿de quién es?” pregunta el Indio desde Luz Belito, y creo que voy por ahí.
Subimos el auto. Ahí estaba el azul con su capot cascado, su trompa un poco caída, la luz izquierda desviada, el paragolpes atado con una soga, su motor de kilómetros y kilómetros de historias, su tapizado roto. Tapado de polvo, parecía casi gris. Y entonces, lo ví, desde el cómodo asiento del flamante 206 gris con vidrios polarizados, con estéreo nuevo y carísimo, con un hombre de 50 años al volante, un hombre que no me conoce. Así, pasaron por delante de mí la tarde de lluvia torrencial que llegué a casa empapada, con mi mamá tironéandome del brazo porque yo estaba todo lo cansada que puede estar una nena de cuatro años por haber caminado cinco cuadras con el agua hasta las rodillas, él en la puerta de casa, acercándose y haciéndome upa mientras yo lloraba, preparándome una ducha caliente. Las tardes de juegos en casa, la única vez que fue a verme a un acto escolar, yo dama antigua feliz porque mi héroe estaba viendo el producto de mucho trabajo, la vez que fuimos al parque Pereyra a ver un molino… y es todo. La secuencia termina ahí, a mis 17 años. A partir de ahí, mi papá se fue desdibujando, entendí que es humano, pero un humano deforme, una sombra, un humano que está demasiado cerca de ser inhumano, que no tiene ningún reparo en irse un fin de semana largo con su novia dejando 50 pesos en casa para los cuatro días, un humano que miente, pero sobre todo se miente a sí mismo, se dice buen padre, buena persona, buen hombre, y no es más que un manojo de deseos insatisfechos, una falta de pelotas para admitir que todo le importa un carajo, que siempre se miró el ombligo, que no quiere tener a sus hijos. Pero siempre tuve la esperanza de revertir las cosas, de que el zorro olvide sus mañas. Hasta hoy.
Hoy ví el azulote tapado de polvo, y entendí que ahí abajo quedó definitivamente enterrado el papá que alguna vez creí tener.

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