martes, 10 de noviembre de 2009

Los Invisibles

20/10/2009

Era verano, los chicos correteaban por el pasto, el sol brillaba como loco, el calorcito de la mañana era una clara advertencia del bochorno de la tarde. Me había tomado el colectivo temprano, no recuerdo si por la disminución en el servicio de bondis, el dengue o qué, salía media hora antes de casa para llegar a tiempo al laburo. Pasando por cierta plaza que tiene una cierta fuente, vi desde el colectivo a un señor gordo, de unos cuarenta años, metido en la cierta fuente. Estaba en cueros, una remera gastada y rota se secaba en el borde de esa fuente, mientras que el pantalón, también viejo, roto y gastado, se lavaba junto con él. Una botella de detergente hacía las veces de champú anticaspa evitador de caída del cabello, jabón con un cuarto de crema humectante y acción antiage y crema de enjuague con ceramidas.
La poca gente que cruza la plaza a esa hora, paseando la mirada despreocupadamente, cuando se topa con él, lo esquiva, tratando de alejar su mirada y anatomía de él. Los autos siguen su marcha. Un semáforo se pone en rojo, y el chofer le grita a un taxista. Al lado mío, dos chicas hablan de una tercera, despellejándola. El colectivo retoma la marcha, y sólo queda en mi cabeza esa imagen fugaz, de un hombre sufriendo su miseria, volviendo público un acto privado. No tiene otra opción.
El resto del día, pienso. Pienso en ese hombre, que podría ser cualquiera de nosotros, pienso que tal vez tuvo una vida común, que algún evento truncó todo (la crisis del tequila, la del vodka, el corralito, o cualquier otra…) y terminó así. Pienso en las personas que todos los días salen buscando cartón, latas o comida en la basura. En todas las madres que pierden a sus hijos debido al hambre o las enfermedades curables para las cuales los hospitales no tienen suministros. Pienso en todo eso, y recuerdo la vez que le regalé dos bonobones (los había comprado para un pibe) a unos chicos que no llegaban a los 12 años y estaban cartoneando, o cuando le dí un sándwich a medio comer a una nena que repartía tarjetitas en un subte. La carita de alivio, de felicidad que pusieron, como si yo fuera un ángel. Ojalá lo fuera. Ojalá pudiera hacer algo mas que eso por todos ellos.
Cada vez que veo gente trabajando en los trenes, subtes o colectivos es lo mismo. La mayoría de los pasajeros los ignora, como si no estuvieran allí, como si nunca hubieran estado. Otros los miran con asco, o con rencor. Yo no. No puedo evitar sentir piedad por ellos, pensar que podrían estar robando y en lugar de eso eligen trabajar, eligen dignificarse aunque sea un poco. No sirven los planes limosna, las mentiras corporativas, el encubrimiento de las encuestas, las luchas de poder, las mentiras hechas noticia cuando uno mira a los ojos a esos chicos derrotados, que saben que tal vez no haya un mañana para sus hermanos, padres o ellos mismos, chicos que deberían estar felices, con sus padres bañándose en la ducha de su casa.
Gente, como vos y yo, que vive a la intemperie, con frío, lluvia o calor. Gente que no tiene un futuro, que ni siquiera sueña con salir adelante, porque no existe tal opción. Gente que nadie mira, que es discriminada y marginada por sus propios compatriotas. Que representa una amenaza para todos los demás, la amenaza de la decadencia, de lo que podría pasar si no acatamos las normas. Gente que nadie quiere ver, porque nadie quiere convertirse en alguien así, y tal vez en esa evasión la gran mayoría sienta una salvación.
Gente invisible.

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